
What’s next for Swiss watchmaking?
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by David Bach Published April 4, 2025 in Geopolitics • 6 min read
La sabiduría convencional que rodea el regreso de Trump sugiere un panorama sombrío para las relaciones entre Estados Unidos y China. La guerra comercial durante su primer mandato marcó un punto de inflexión con Pekín, y es probable que su nuevo gabinete incluya a algunas de las figuras más beligerantes con China que se recuerdan. Si añadimos la intensificación de las medidas de la administración Biden contra el gigante asiático, desde controles de exportación radicales hasta férreas alianzas de seguridad regional, el panorama parece sombrío. Reflejando este sentimiento, el célebre inversor Ray Dalio predijo recientemente que la política exterior de “Estados Unidos primero” de la nueva administración incluirá preparativos activos para la guerra con China.
Aunque es posible un mayor deterioro en las relaciones —quizás sea el desenlace más probable—, el enfoque único de Trump sobre la gobernanza global sugiere un camino alternativo que pocos están considerando: la posibilidad de un gran acuerdo entre Estados Unidos y China, estimulado por los instintos transaccionales de Trump y su deseo de asegurar su legado como uno de los grandes estadistas del país.
La posición del presidente Biden hacia China ha sido ideológica y se ha basado en la “realpolitik”, situando la rivalidad entre los dos gigantes en una lucha entre democracia y autoritarismo. En este marco, iniciativas como el control de las exportaciones de semiconductores y el refuerzo de las alianzas han pretendido contrarrestar la influencia mundial de Pekín. El objetivo de estos esfuerzos, que recuerdan a la estrategia de contención de George Kennan frente a la Unión Soviética en plena Guerra Fría, ha sido salvaguardar la supremacía tecnológica, económica y militar de Estados Unidos.
Trump, en cambio, opera con una mentalidad transaccional. Sus aranceles de 2018 estaban más cerca del instinto mercantilista y el deseo de influencia que de una rivalidad sistémica. Por ejemplo, en su primer mandato se alcanzó un acuerdo por el que China se comprometió a comprar 200.000 millones de dólares en productos estadounidenses, soja incluida, en una medida diseñada para atraer a la base de votantes rurales de Trump. Su retórica —alabando y reprendiendo alternativamente a Xi Jinping— revela a un líder más interesado en los resultados transaccionales que en el posicionamiento estratégico.
“La admiración de Trump por las figuras de líderes masculinos fuertes como Xi podría abrir la puerta al acercamiento.”
La admiración de Trump por las figuras de líderes masculinos fuertes como Xi podría abrir la puerta al acercamiento. Recientemente describió a Xi como “brillante, feroz e inteligente”, en marcado contraste con los líderes democráticos de Japón, Corea del Sur y Taiwán, a los que criticó por no “pagarnos dinero por la protección”. Este desdén podría incentivarle a dar prioridad a un acuerdo bilateral con China. En este sentido, resulta revelador que Trump invitara a Xi a su toma de posesión a pesar de que ningún jefe de Estado extranjero ha asistido a este acto desde que el Departamento de Estado comenzó a llevar registros en 1874.
¿Cómo podría llegar a producirse un acuerdo de este tipo? Aunque Trump ha dicho que “arancel” es su “palabra favorita” y “la palabra más bonita del diccionario”, los economistas calculan que sus propuestas costarían a los hogares estadounidenses una media de 2.600 dólares al año. Y sabemos que Trump valora su propia popularidad por encima de cualquier otra cosa. Por tanto, una estrategia ganadora podría verle imponer, al inicio de su mandato, aranceles punitivos tanto a las importaciones directas de China como a las importaciones de empresas chinas de países vecinos como México. Y, en paralelo, iniciar negociaciones con Pekín antes de que los consumidores estadounidenses sientan el impacto de esos aranceles. Un gran acuerdo posterior, en el que China realice concesiones significativas y simbólicas, le valdría a Trump la adulación incondicional de sus partidarios, consolidando —al menos a sus ojos— su estatus de gran estadista. Pensemos en ello como “soja con esteroides”.
Para Pekín, un acuerdo con Trump también ofrece ventajas estratégicas. La economía china se enfrenta actualmente a crecientes desafíos, como una crisis inmobiliaria y la disminución de la inversión extranjera. Los aranceles estadounidenses y los controles a la exportación de Biden han agravado estas presiones. Un gran pacto con Trump podría aliviar las tensiones económicas al tiempo que permitiría a Xi reivindicar una victoria diplomática; sobre todo, si el nuevo acuerdo mejora el statu quo actual.
Por supuesto, todo acuerdo tiene perdedores… Si esta gran alianza se materializara, acabarían pagando los aliados tradicionales de Estados Unidos en la región. De hecho, la lógica de la política exterior de “América primero” dicta que, una vez conseguido lo que Trump y su equipo presentarían como un indudable triunfo estadounidense, el estadista transaccional en jefe podría dar la espalda a Asia y centrarse en otros lugares.
Si algo nos ha enseñado la carrera política de Trump es a esperar lo inesperado. Su voluntad de desafiar la sabiduría convencional y su diplomacia transaccional hacen plausible un gran acuerdo entre Estados Unidos y China. Un pacto de estas características serviría tanto a las ambiciones personales de Trump como a los intereses estratégicos de China, aunque plantee serias dudas sobre su impacto a largo plazo en la estabilidad mundial.
Mientras el mundo se prepara para el próximo capítulo en las relaciones entre ambos países, una cosa está clara: si existe la posibilidad de un gran acuerdo, Trump lo aceptará, independientemente de su impacto en los aliados de Estados Unidos o en el orden mundial. En este caso, resulta fácil imaginar al movimiento MAGA y a gran parte del público aislacionista estadounidense alabando al estadista Trump. Si yo fuera el Ministerio de Asuntos Exteriores de China, ya estaría trabajando duro.
President of IMD and Nestlé Professor of Strategy and Political Economy
David Bach is President of IMD and Nestlé Professor of Strategy and Political Economy. He assumed the Presidency of IMD on 1 September 2024. He is working to broaden and deepen IMD’s global impact through learning innovation, excellence in degree- and executive programs, and applied thought leadership. Recognized globally as an innovator in management education, Bach previously served as IMD’s Dean of Innovation and Programs.
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